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Hipótesis de la higiene excesiva (o cómo las bacterias entrenan a nuestro sistema defensivo)

¿Es necesario evitar el contacto con bacterias patógenas?

Es conocido el papel clave de las bacterias que forman parte de nuestra microbiota y cómo, a nivel intestinal, estas ejercen funciones tan importantes como ayudarnos a digerir y asimilar mejor ciertos nutrientes. Ahora bien, también desempeñan una función clave en relación a nuestras defensas o sistema inmunitario. Sin embargo, estas funciones tan solo se conocen recientemente y hasta no hace mucho todas las bacterias eran consideradas peligrosas. De hecho, tiempo atrás, las infecciones producidas por agentes patógenos llegaban a ser mortales en gran parte de la población. Así, en el último siglo, la humanidad se ha esforzado de forma magistral para controlar las bacterias patógenas responsables de tantas muertes a lo largo de la historia. ¿Y cómo lo ha hecho? Pues básicamente mediante dos herramientas muy diferentes. Por un lado, mediante el descubrimiento y uso de los antibióticos y por otro, mejorando las condiciones higiénicas de la población en general.

Es por ello que en los últimos años se han puesto en marcha numerosas acciones para evitar el contacto con las bacterias del entorno. Pero, este énfasis en evitar el contacto con bacterias patógenas, ¿De qué manera ha influido en nuestra relación con las bacterias no patógenas? ¿Y de qué forma ha influido en nuestra salud?

 

Hipótesis de la higiene excesiva

El incremento de la higiene en los países desarrollados, con el objetivo de evitar el contacto con las bacterias patógenas, comportó una clara reducción en la incidencia de las enfermedades infecciosas -como la hepatitis A, B, o el sarampión- durante la segunda mitad del siglo XX. Ahora bien, el incremento de la higiene se ha relacionado curiosamente con un incremento paralelo en la incidencia de otro tipo de enfermedades. Por ejemplo, desde los años 90 se está produciendo una mayor proporción de casos de alergia a sustancias que no son perjudiciales (como el polen, polvo doméstico, algunos alimentos, etc.) y asma. Este incremento también se observa en el caso de enfermedades autoinmunitarias, es decir, en las que nuestro sistema de defensa pone en marcha mecanismos de destrucción de estructuras del propio organismo, como es el caso de la enfermedad de Crohn o la diabetes, entre otras. Ambos tipos de enfermedades, las alergias y las autoinmunes, son debidas a alteraciones en el funcionamiento del sistema inmunitario.

Pero, ¿tienen el incremento de la higiene y el aumento de alergias/enfermedades autoinmunitarias alguna relación? Existe una teoría que relaciona ambas tendencias; se trata de la “hipótesis de la higiene excesiva”, que planteó por primera el investigador inglés y profesor de epidemiología David Strachan en 1989. Según esta, el estilo de vida occidental (control de la higiene en los ámbitos del hogar, la hostelería y la sanidad, utilización de antibióticos, pautas de vacunación de la población, etc.) reduce el contacto con los microorganismos, tal y como era su objetivo. Sin embargo, esta reducción de contacto con las bacterias del entorno es de especial relevancia durante la infancia. Esta ausencia de interacción bacterias-humanos en primeras etapas de vida provoca que el organismo desarrolle respuestas defensivas anormales dirigidas contra sustancias inocuas y propias y que, por tanto, predisponga a enfermedades alérgicas y autoinmunitarias.

 

Las bacterias ayudan a entrenar a nuestro sistema defensivo

¿Cómo es que un menor contacto con bacterias puede condicionar una respuesta exagerada del sistema inmunitario? El mecanismo propuesto para explicar esta hipótesis se basa en un desequilibrio entre diferentes formas de actuar de nuestro sistema defensivo: “luchar” o “no luchar”, esa es la cuestión. Concretamente, la falta de contacto con bacterias durante el período en el que nuestro sistema inmunitario se está desarrollando, la infancia, provoca la deficiencia en el desarrollo de mecanismos de regulación. La interacción entre bacterias e individuos a través de unos receptores concretos, que reconocen patrones bacterianos globales y no bacterias específicas (TLR) es clave al inicio de la vida.

La ausencia de este contacto provoca un descontrol entre los diferentes mecanismos de respuesta, es decir, existe una tendencia a la lucha continua, aunque el objetivo sea un elemento inocuo (como en el caso de las alergias alimentarias o de otro tipo) o propio (como en el caso de las enfermedades autoinmunitarias). Así pues, las bacterias de nuestra microbiota ayudan a “entrenar” a nuestro sistema de defensa para que sepa actuar de la forma adecuada en un futuro, cuando se encuentre con bacterias patógenas (y toque “luchar”, mediante la acción de linfocitos activados) o frente a sustancias inocuas (y toque “no luchar”, mediante la acción de linfocitos T reguladores).

En este sentido, es interesante destacar los estudios que demuestran cómo aquellos niños que crecen en un ambiente que favorece el contacto con bacterias del entorno, como los que tienen animales domésticos o los que viven en áreas más rurales o granjas, y por tanto han tenido un buen entrenamiento inmunitario, presentan menos casos de alergias. Además, en animales de experimentación se ha demostrado que aquellos animales a los que se les priva de microbiota, se les provoca de forma secundaria un déficit muy evidente de su capacidad defensiva.

En resumen, el contacto con ciertas bacterias del entorno y de la microbiota, especialmente en primeras etapas de vida, son importantes para un adecuado desarrollo inmunitario, que pueda permitir el aprendizaje necesario que evite en un futuro respuestas defensivas innecesarias (y que den lugar a alergias o asma) o inapropiadas (autoinmunidad).

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